viernes, 11 de octubre de 2013

El Titiritero




 
Era él, sí, el mismo de la fotografía. Alto, grande, de prominente nariz y pelo negro. Sin decir una palabra se acercó, me agarró con fuerza y me quitó la ropa. Derramó sobre mi torso desnudo un aceite tibio, pesado y viscoso con aroma a lavanda.
Sus dedos, manejados con sabía maestría y destreza, estiraron mi nívea y transparente piel como si estuvieran moldeando una escultura de porcelana fría, flexionaron delicadamente mis articulaciones y penetraron en lo más profundo de mí ser, produciendo un deleite y un goce constante en cada partícula de mí anatomía.
Sus manos, callosas y ásperas, me masajearon desde los pies y hasta la cabeza, pasando por cuanta cavidad o protuberancia encontraron a su paso. No puse ninguna resistencia      
sólo me dejé llevar por ese torrente de energía pegajosa que subía y bajaba por todo mi cuerpo. Respiré hondo y me relajé, sentí como que expiraba el alma por la boca. 
¡Qué inigualable y extraordinaria experiencia! Sin dudas aquel hombre era muy especial. Realizó los últimos movimientos con tanto cuidado que pude palpar mi propia fragilidad. Cuando terminó, me tapó con una ligera sábana de hilo egipcio, atenuó la luz de la dicroica y se fue. El folleto informativo decía la verdad; “Servicio Premium”.
Distendida y con la mente en blanco me encontraba muy bien, levitaba entre nubes de algodón en aquel recinto deliciosamente oscuro, silencioso, algo húmedo y con un fuerte aroma a lavanda, pero saludable y acogedor. 
Me desperté cuando alguien abrió la puerta, era él nuevamente. Retiró la sábana y me agarró otra vez entre sus voluminosas manos, noté que la maniobra era compleja y percibí sus músculos palpitantes y tensos. Me vistió, me incorporó y me alzó en sus brazos. Con un solo movimiento acomodó mi cabeza sobre su nervudo bíceps, levantó un poco más mis piernas, colocó su palma debajo de mis nalgas y me llevó, no muy lejos, a otro cuarto, más amplio, más aireado y concurrido.
Las vueltas que da la vida; mientras me llevaba en andas por los pasillos no pude evitar reírme, la escena me hizo acordar a mi accidentada noche de bodas. Él no se dio cuenta.
Me acomodó en una camilla acolchada, confortable y cubierta de pétalos de rosas. Tuve la sensación de que flotaba en un jardín. El aroma a lavanda se hizo más intenso, pero el perfume de las rosas lo balanceaba. Sentí presencias a mí alrededor, no estaba sola en esa habitación, había otras como yo. Aquello no me gustó. No sé porque cuando contrate el servicio creí que sería la única. ¡Qué ilusa, si vienen todas! Están calladitas, pero están y seguramente él les hizo lo mismo que a mí.
Inmediatamente deseché esa idea y pensé en esas gruesas manos, ¡cuánto gusto, cuánto regocijo! y visualizando esos dedos de titiritero, que están todo el día moviendo hilos, me quedé dormida. Cuando desperté estaba en otro cuarto. Las voces masculinas me desorientaron. Esta vez eran ellos los que hablaban entre sí y en voz alta. Llegué a pensar que el fibroso masajista se había equivocado y me había llevado a otro lugar sin darse cuenta, claro, con tanto trabajo se confundió, a cualquiera le puede pasar. Pero no. Luego de unos minutos me di cuenta de que era el último paso del tratamiento. “La sala azul es mixta”, decía el folleto. Así que dejé mi enojo de lado y me dispuse a escuchar. Todos hablaban de lo mismo, enumeraban las características y cualidades que debían tener ellas para estar a su lado. Tampoco exigían mucho, sabían perfectamente que la elección que les tocaba en suerte era inapelable y para toda la vida, pero bueno, soñaban y eso no les costaba nada.
Los miré de reojo, uno por uno, todos eran bien parecidos, robustos y magníficos. Ellos se dieron cuenta de mi presencia y bajaron el tono de voz. Tengo que admitir que la situación me provocó un calor sofocante que recorrió mis entrañas con la velocidad de un rayo, y estuvo acompañada por esa maravillosa sensación adolescente de mariposas aleteando en el estómago. “¿Estará el mío entre ellos?”.
Hubo uno que continuó hablando como si nada pasara: “Yo no pido mucho. Me gustaría que sea sensual, de labios gruesos, pechos pequeños y piernas largas. Que tenga buen corazón y que sienta en su interior que los dos somos uno, aunque seríamos dos, independientes, pero complementarios, viviríamos siempre juntos una dentro del otro. No sé si me explico.  Creo que si encontrara alguien así, estaría muy bien. Con eso me conformo”.
El comentario me causó mucha gracia. “Esa soy yo” pensé. Y mientras hacía un esfuerzo para oír lo que decían los otros, el fibroso masajista ingresó a la sala, encendió las luces y sin perder tiempo me los trajo a todos, uno por uno los fue colocando a mis pies.
Por su actitud deduje que quería acabar pronto y marcharse. Yo estaba excitadísima y esta vez, él se dio cuenta; me miró, me levantó y me probó boca arriba; en uno estaba incómoda, el otro era corto, el otro era muy estrecho y me apretaba los codos. Hasta que me introdujo en ese cajón que había hablado y ¡Sí! Fue una sensación indescriptible. Nada más entrar sentí que se ajustaba a mí a la perfección y que ansiaba quedarme ahí para siempre. Entonces comprendí que era la muerta más feliz del mundo. 

2 comentarios:

Hisae dijo...

¡Me encantó! La lectura te lleva a pensar en un no sé qué hasta identificar la realidad de esta bella muerta, tan manejable y feliz.
Enhorabuena por este relato tan bueno, amigo Omar.

Omar Magrini dijo...

Muchas gracias Hisae!!!
Me alegro mucho que te haya gustado.
Un fuerte abrazo!

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