miércoles, 30 de octubre de 2013

Faltan dos meses...



Dejé por un momento de hacer mis tareas habituales y me detuve a ver el calendario. Sí, faltan 62 días para el año nuevo y para los festejos familiares de fin de año en Argentina.
Mis nocheviejas siempre han sido de lo más extrañas. Quizás sea por eso que no suele ser mi noche preferida, porque me pongo nervioso con la cuenta atrás y me entra la nostalgia de todo lo que se queda archivado en un año caducado. Sin embargo, hay cosas que nunca cambian. Más allá del calor ambiente del hemisferio sur y el verano que comienza su tórrido recorrido, me gustan mucho la calidez de todas las llamadas y los mensajes que recibo de personas que no esperaba que se acordaran de mí, disfruto mucho de los preparativos de la reuniones,  de hacer los mandados, de las compras, de los mates tomados en familia y de las visitas de todos los familiares ya amigos. También tengo mi pequeño momento de soledad escribiendo lo que deseo que me suceda en el año que se inicia, y me pongo de los nervios porque el tiempo se va y me dan ganas de llorar por los que ya no están. Me produce cierta sensiblería el ambiente y  ver a todas las familias haciendo lo mismo, preparándose para despedir el año viejo y recibir el nuevo. Por momentos la angustia se apodera de mi, los recuerdos se amontonan y se hacen balances de lo peor y de lo mejor... Y con tanto calor y jornadas de piscina, el cuerpo se enfría, la angustia se va y llega la euforia; por lo nuevo, por lo que vendrá, y a pensar en los rituales, que no son muchos, pero hay que tenerlos en cuenta; que comprar una prenda de ropa interior nueva (o lo que es lo mismo, un calzoncillo nuevo de color rojo) porque sino, vas mal, que comenzar el año con el pie derecho, porque eso sí, todos los años los comienzo a destiempo, con los dos pies arriba de una silla o haciendo equilibrios para no caerme. 
Y un rito nuevo, el de las uvas, que si ahora sí, que si ahora no... que cuando toca la primera campanada de la iglesia que está frente a la plaza. Si miro a mi alrededor para ver como lo hace mi sobrina y se fue toda la seriedad al garete, porque me da el ataque de risa de ver a todo el mundo comiendo las uvas y preguntándose si ese es el postre o algunos más descolgados preguntando para que son las doce uvas. En fin,  que no se tragan una y se meten dos o tres juntas o las dejan en el plato. Y yo, por si acaso, con el ataque de risa, me meto las doce uvas y a rezar para no morir atragantado, igual tengo la copa de cava en la mano para brindar y para bajar las uvas. Luego los abrazos, besos, saludos, risas y lágrimas y a disfrutar del cotillón y los cohetes, y el pan dulce y la garrapiñada y todo lo dulce que había en la panadería de don Carlos incluida las tortas de las tías con la sidra bien helada y a seguir toda la noche hasta que salga el sol, que amanece que no es poco y el sol sale a las cinco de la mañana y nos encuentra a todos en el patio de casa  festejando el año nuevo.
Ya estamos, para todo eso faltan solamente dos meses…

domingo, 20 de octubre de 2013

En un rincón



Ayer a la tarde vino a visitarme una amiga que hacía mucho tiempo que no veía. A la mañana había preparado un budín de harina integral y frutos secos (como todos los sábados), así que cuando llegó preparé el mate y nos sentamos en el balcón a charlar de nuestras cosas, rememorando aquellos buenos viejos tiempos en que nos juntábamos más seguido.
En un momento de la conversación ella me hablaba de la separación y de su ex y entre mates amargos y porciones de budín, mi amiga se despachó con la siguiente reflexión:

“Existe un rincón en el alma, un rincón olvidado a conciencia, es el rincón de los sueños rotos, de las desilusiones, de los miedos, de las dudas, de las añoranzas, de los dolores, de los mazazos recibidos en el largo y tortuoso sendero de la vida. El rincón de los desvelos, de los jirones en el suelo, del polvo acumulado.
Ese rincón, como si fuera un tacho de basura, está cerrado a cal y canto, es el altillo donde se amontonan las cicatrices y se esconden los temores más absurdos. Las tristezas también tienen allí su lugar, las nostalgias que con el paso del tiempo traen melancolía.
No suelo abrir la puerta y ver que se amontonó ahí, se precisa valor para pisar la oscuridad y la soledad que traen los recuerdos en algunas ocasiones.  
Sin embargo, la mente muchas veces es perversa si no se controla y no perdona la debilidad, así que en las noches de insomnio mi cabeza suele pasear a sus anchas por los rincones prohibidos y rebuscar en los baúles escondidos, con la extraña necesidad de traer fantasmas que no existen a las noches largas y lentas en las que la realidad y las lágrimas nos roban el sueño.
 No es bueno lamentarse de las decisiones tomadas. No es bueno pretender recuperar lo que es mejor dejar como está. No es nada bueno meter el dedo en la llaga y remover, ¿para qué? Mejor no agitar el pasado después de que las aguas volvieron ya a su cauce.
Los libros se leen hacía adelante, pues por la misma regla de tres, no hay que volver sobre nuestros pasos".

(Traté de reconstruirla en su totalidad, algunas palabras se perdieron y otras las cambié, pero en esencia, esto es lo que dijo)

viernes, 11 de octubre de 2013

El Titiritero




 
Era él, sí, el mismo de la fotografía. Alto, grande, de prominente nariz y pelo negro. Sin decir una palabra se acercó, me agarró con fuerza y me quitó la ropa. Derramó sobre mi torso desnudo un aceite tibio, pesado y viscoso con aroma a lavanda.
Sus dedos, manejados con sabía maestría y destreza, estiraron mi nívea y transparente piel como si estuvieran moldeando una escultura de porcelana fría, flexionaron delicadamente mis articulaciones y penetraron en lo más profundo de mí ser, produciendo un deleite y un goce constante en cada partícula de mí anatomía.
Sus manos, callosas y ásperas, me masajearon desde los pies y hasta la cabeza, pasando por cuanta cavidad o protuberancia encontraron a su paso. No puse ninguna resistencia      
sólo me dejé llevar por ese torrente de energía pegajosa que subía y bajaba por todo mi cuerpo. Respiré hondo y me relajé, sentí como que expiraba el alma por la boca. 
¡Qué inigualable y extraordinaria experiencia! Sin dudas aquel hombre era muy especial. Realizó los últimos movimientos con tanto cuidado que pude palpar mi propia fragilidad. Cuando terminó, me tapó con una ligera sábana de hilo egipcio, atenuó la luz de la dicroica y se fue. El folleto informativo decía la verdad; “Servicio Premium”.
Distendida y con la mente en blanco me encontraba muy bien, levitaba entre nubes de algodón en aquel recinto deliciosamente oscuro, silencioso, algo húmedo y con un fuerte aroma a lavanda, pero saludable y acogedor. 
Me desperté cuando alguien abrió la puerta, era él nuevamente. Retiró la sábana y me agarró otra vez entre sus voluminosas manos, noté que la maniobra era compleja y percibí sus músculos palpitantes y tensos. Me vistió, me incorporó y me alzó en sus brazos. Con un solo movimiento acomodó mi cabeza sobre su nervudo bíceps, levantó un poco más mis piernas, colocó su palma debajo de mis nalgas y me llevó, no muy lejos, a otro cuarto, más amplio, más aireado y concurrido.
Las vueltas que da la vida; mientras me llevaba en andas por los pasillos no pude evitar reírme, la escena me hizo acordar a mi accidentada noche de bodas. Él no se dio cuenta.
Me acomodó en una camilla acolchada, confortable y cubierta de pétalos de rosas. Tuve la sensación de que flotaba en un jardín. El aroma a lavanda se hizo más intenso, pero el perfume de las rosas lo balanceaba. Sentí presencias a mí alrededor, no estaba sola en esa habitación, había otras como yo. Aquello no me gustó. No sé porque cuando contrate el servicio creí que sería la única. ¡Qué ilusa, si vienen todas! Están calladitas, pero están y seguramente él les hizo lo mismo que a mí.
Inmediatamente deseché esa idea y pensé en esas gruesas manos, ¡cuánto gusto, cuánto regocijo! y visualizando esos dedos de titiritero, que están todo el día moviendo hilos, me quedé dormida. Cuando desperté estaba en otro cuarto. Las voces masculinas me desorientaron. Esta vez eran ellos los que hablaban entre sí y en voz alta. Llegué a pensar que el fibroso masajista se había equivocado y me había llevado a otro lugar sin darse cuenta, claro, con tanto trabajo se confundió, a cualquiera le puede pasar. Pero no. Luego de unos minutos me di cuenta de que era el último paso del tratamiento. “La sala azul es mixta”, decía el folleto. Así que dejé mi enojo de lado y me dispuse a escuchar. Todos hablaban de lo mismo, enumeraban las características y cualidades que debían tener ellas para estar a su lado. Tampoco exigían mucho, sabían perfectamente que la elección que les tocaba en suerte era inapelable y para toda la vida, pero bueno, soñaban y eso no les costaba nada.
Los miré de reojo, uno por uno, todos eran bien parecidos, robustos y magníficos. Ellos se dieron cuenta de mi presencia y bajaron el tono de voz. Tengo que admitir que la situación me provocó un calor sofocante que recorrió mis entrañas con la velocidad de un rayo, y estuvo acompañada por esa maravillosa sensación adolescente de mariposas aleteando en el estómago. “¿Estará el mío entre ellos?”.
Hubo uno que continuó hablando como si nada pasara: “Yo no pido mucho. Me gustaría que sea sensual, de labios gruesos, pechos pequeños y piernas largas. Que tenga buen corazón y que sienta en su interior que los dos somos uno, aunque seríamos dos, independientes, pero complementarios, viviríamos siempre juntos una dentro del otro. No sé si me explico.  Creo que si encontrara alguien así, estaría muy bien. Con eso me conformo”.
El comentario me causó mucha gracia. “Esa soy yo” pensé. Y mientras hacía un esfuerzo para oír lo que decían los otros, el fibroso masajista ingresó a la sala, encendió las luces y sin perder tiempo me los trajo a todos, uno por uno los fue colocando a mis pies.
Por su actitud deduje que quería acabar pronto y marcharse. Yo estaba excitadísima y esta vez, él se dio cuenta; me miró, me levantó y me probó boca arriba; en uno estaba incómoda, el otro era corto, el otro era muy estrecho y me apretaba los codos. Hasta que me introdujo en ese cajón que había hablado y ¡Sí! Fue una sensación indescriptible. Nada más entrar sentí que se ajustaba a mí a la perfección y que ansiaba quedarme ahí para siempre. Entonces comprendí que era la muerta más feliz del mundo. 

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