jueves, 13 de junio de 2013

Carta



                                                                                          En algún lugar de Los Pirineos, enero de 1998.

Martina:

El padre Duilio me sugirió que te escribiera y plasmara en un papel todo lo no pudimos hablar en su momento. Dice que debo sincerarme contigo de una vez por todas, que así me voy a sentir más aliviada. No creo en sus palabras, pero voy a intentarlo. Ya no tengo nada que perder, mi alma está tan oscura como las manchas que cubren mi castigada piel.

A dieciocho años de la tragedia que enlutó nuestras vidas, me encuentro sola y llena de cables en una cama de hospital. Los fuertes dolores me obligan a quedarme acostada todo el día y ya casi no tengo fuerzas ni para escribir. La degradación de la carne debería venir acompañada por la degradación mental. Creo que sólo de esa forma podría evitar pensamientos y sufrimientos innecesarios, pero en mi caso no lo es. Estoy lúcida todo el tiempo y eso me aterra mucho más que la propia enfermedad.

Aquel lluvioso día en que discutimos los tres tuve muchas ganas de matarte. Te pido perdón por no haber tenido el suficiente coraje y valor para hacerlo. Hubiera hecho justicia. El cuchillo estaba ahí, al alcance de mi mano, pero dudé y otra vez, como tantas, te creí y desobedecí mis impulsos. Grave error de mi parte. Te subestimé. No imaginé que serías capas de tanto. Así fue que dejé que ustedes siguieran gritando y volví a casa llorando; resignada y humillada.

Pasó el tiempo y cuando miré por la ventana y te vi arrastrando el cuerpo de tu amante por el barro, dejé mi orgullo, mi bronca y mi impotencia de lado y salí corriendo para ayudarte. ¡Qué mal que estabas! Te entregué a Fernandito para que lo pusieras a salvo de todo ese espanto de muerte y agua y te fueras con él al centro de evacuados. ¡Qué tonta fui! ¡Cómo me engañaste otra vez y cómo te habrás reído! Aquellas horas, ¿cuántas; tres, cinco? que estuve velando el cuerpo sin vida de mi marido hasta que se lo llevaron, fueron suficientes para que huyeras y nunca más volviera a verlos. Mientras los buscaba casa por casa, desgarrada por la angustia y el dolor, recordé cuando lo habías amenazado de muerte si te dejaba. Y cumpliste tu amenaza empujándolo al río. Aquella imagen de Jorge a los manotazos, aferrándose a la vida, tragando agua y lodo aún me atormenta todas las noches. A él lo perdoné y lo liberé, pero a ti, jamás.

Nunca dejé de buscarlos, removí cielo y tierra y ahora que los encontré, no tengo fuerzas para seguir peleando. Pero ganaste una batalla, no la guerra. No pude demostrarle al juez que te robaste mi hijo y mataste a su padre. Sí, sos una asesina y una ladrona. Pero sólo bastará que algún día Fernando visite el cementerio del pueblo y pregunte por su padre. Lamento no poder estar para verlo.

No olvides lo que decía de doña Carmen, que las mentiras tienen las patas muy cortas. En algún momento esta carta llegará a manos de Fernando y la leerá, y sabrá toda la verdad. Será el comienzo de tu fin.  Seguramente yo estaré muerta. Hasta esa suerte vas a tener. Pero te voy a estar vigilando desde arriba. Para que pagues, y lo vas a pagar con creces. Leí una vez en un libro que en la vida nada es gratis y que todo lo que se recibe del destino tiene escrito un precio secreto. Sólo hay que esperar a que pase el cobrador. Y te está golpeando la puerta. Reconozco que siempre fuiste muy astuta y también la más vil, sucia e hipócrita de las dos. Pero se acabó.

Sin más y a la espera de que ésta revulsiva tortura que me carcome las entrañas se termine pronto, aprovecho para pedirte un último favor; saluda a mi hijo de parte de su verdadera madre.

Tu hermana que te odia.

Blanca.
(Fragmento de la obra de teatro Carta de Lumbier, libro; La Silla Vacía, editado por Lulu, año 2008)

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