domingo, 30 de junio de 2013

Ahora somos cinco





      En aquella autovía en las afueras de la ciudad nos cruzamos por primera vez; yo volvía de mis vacaciones en las islas, luego de haber terminado la facultad, y me sorprendió encontrarte ahí, es más, te vi de reojo por el espejo retrovisor a la vera del camino, parecías desamparada y triste; en cambio yo me sentía entero, intocable, recubierto y protegido por ese manto de seguridad que brinda el estado de bienestar y la armonía consigo mismo y el entorno, halo que me cubrió desde que nací y que nos caracterizó por años.  Yo, uno más, de tantos, del mundo cotidiano, con mi trabajo, mi piso, mi coche nuevo, mis deudas, recorriendo bares y de reunión en reunión y vos, un rumor lejano, una completa desconocida alejada del éxito urbano; pero esa nochevieja te vi nuevamente, ahí, en la plaza, entre la multitud y los fuegos de artificio, fue un instante tal vez, te vi y me miraste, mi novia dijo que me señalaste con el dedo y yo me reí. 
Pasaron los años, pocos, no sé… y otra vez, me esperaste a la salida de aquel teatro, yo iba del brazo de mi flamante esposa y nos seguiste hasta que entramos en el edificio de departamentos. De eso me acuerdo, cerré las ventanas y puse los pasadores en las puertas, esa noche seguiste de largo. ¡Que ilusión! Pensé que te habías ido para siempre. Pero reapareciste después de doce meses, aquel día que salíamos del centro de salud con mi esposa y mi hija, no quitaste tu mirada penetrante de mi cara, te presentí a cada paso, si hasta esperaba que me tocaras el hombro, dudamos si caminar o tomar el autobús, y casi sin darme cuenta te perdí en las sombras del nuevo barrio en las afueras, donde nos habíamos mudado hacía poco tiempo.

Y ahora estás aquí, de nuevo, con más fuerza que nunca, esperándome; intuí tu presencia cuando me despidieron y ahí estabas, en la puerta de la fábrica, me acompañaste a casa en la bicicleta y te sonreíste cuando nosotros los tres, más el bebe recién nacido, lloramos junto a las cartas con facturas, intimaciones y cuentas por pagar que estaban arriba de la mesa. La niña cogió a su hermanito en brazos y lo llevó a su cama, en el único dormitorio de la casa. Mi esposa apagó la hornalla donde se recalentaba la humeante sopa y resignada te hizo un lugar en la mesa. Te sentaste y te ubicaste en la cabecera, tal vez porque siempre lo quisiste, tal vez porque no hubo otra opción. Pero que quede claro, yo nunca te llamé.

Cuando en mitad de la noche, en ese frío dormitorio, me desperté gritando con el corazón desbocado; “yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa…” y te vi en medio de esas paredes sin revocar, no lo podía creer, no sabía si eras una pesadilla o qué, pero ahí estabas…, quizás el subconsciente que se liberó después de tanto negarlo, quizás los deseos de que sólo fueras un mal sueño… No. ¿Cuántos NO hubo en mi vida?, los suficientes para ocultar la realidad, pero ya no la puedo seguir negando, será por eso que hoy vives con nosotros… pobreza.

martes, 25 de junio de 2013

El Castillo




Centenarios bloques de piedra, amenazantes murallas y elevadas torres. Un vetusto puente levadizo y un foso atestado de hambrientos cocodrilos. En el patio de armas manzanas de colores y en el jardín, conejos y rosas sin espinas. Amenazantes murallas que gritan, ventanales que lloran y cuadros de mazapán que sonríen. Suelos rocosos, mohosos y trufados. Rincones azucarados. El salón del trono. ¡Un baile de princesas! Reyes, príncipes y espadas de oro blanco. Blancanieves, la madrastra y una manzana. Amores secretos. Cuerpos sudados. Besos robados, escondidos entre los unicornios. Suena una flauta dulce y Aladino me lleva de su mano. Pasadizos, antorchas y volutas de chocolate negro. Hadas y brujas que cocinan, trolls y gnomos que comen. Corredores llenos de manzanas cubiertas con almíbar viscoso, chorreante y tibio. Mazmorras. Aladino me deja, desaparece en su lámpara. Rejas, cucharas y manzanas. Cuerpos encerrados, gritos, lamentos. Pasos decididos, pasos sonoros. Cadenas que se arrastran, llaves que se mueven, puertas que se abren… manzanas que desfilan. 
Manzanas. 
Mamá. 
Manzanas.

-¡Mamááááá, tengo hambre! ¡Despertate! ¿Me rallás una manzana?

jueves, 13 de junio de 2013

Carta



                                                                                          En algún lugar de Los Pirineos, enero de 1998.

Martina:

El padre Duilio me sugirió que te escribiera y plasmara en un papel todo lo no pudimos hablar en su momento. Dice que debo sincerarme contigo de una vez por todas, que así me voy a sentir más aliviada. No creo en sus palabras, pero voy a intentarlo. Ya no tengo nada que perder, mi alma está tan oscura como las manchas que cubren mi castigada piel.

A dieciocho años de la tragedia que enlutó nuestras vidas, me encuentro sola y llena de cables en una cama de hospital. Los fuertes dolores me obligan a quedarme acostada todo el día y ya casi no tengo fuerzas ni para escribir. La degradación de la carne debería venir acompañada por la degradación mental. Creo que sólo de esa forma podría evitar pensamientos y sufrimientos innecesarios, pero en mi caso no lo es. Estoy lúcida todo el tiempo y eso me aterra mucho más que la propia enfermedad.

Aquel lluvioso día en que discutimos los tres tuve muchas ganas de matarte. Te pido perdón por no haber tenido el suficiente coraje y valor para hacerlo. Hubiera hecho justicia. El cuchillo estaba ahí, al alcance de mi mano, pero dudé y otra vez, como tantas, te creí y desobedecí mis impulsos. Grave error de mi parte. Te subestimé. No imaginé que serías capas de tanto. Así fue que dejé que ustedes siguieran gritando y volví a casa llorando; resignada y humillada.

Pasó el tiempo y cuando miré por la ventana y te vi arrastrando el cuerpo de tu amante por el barro, dejé mi orgullo, mi bronca y mi impotencia de lado y salí corriendo para ayudarte. ¡Qué mal que estabas! Te entregué a Fernandito para que lo pusieras a salvo de todo ese espanto de muerte y agua y te fueras con él al centro de evacuados. ¡Qué tonta fui! ¡Cómo me engañaste otra vez y cómo te habrás reído! Aquellas horas, ¿cuántas; tres, cinco? que estuve velando el cuerpo sin vida de mi marido hasta que se lo llevaron, fueron suficientes para que huyeras y nunca más volviera a verlos. Mientras los buscaba casa por casa, desgarrada por la angustia y el dolor, recordé cuando lo habías amenazado de muerte si te dejaba. Y cumpliste tu amenaza empujándolo al río. Aquella imagen de Jorge a los manotazos, aferrándose a la vida, tragando agua y lodo aún me atormenta todas las noches. A él lo perdoné y lo liberé, pero a ti, jamás.

Nunca dejé de buscarlos, removí cielo y tierra y ahora que los encontré, no tengo fuerzas para seguir peleando. Pero ganaste una batalla, no la guerra. No pude demostrarle al juez que te robaste mi hijo y mataste a su padre. Sí, sos una asesina y una ladrona. Pero sólo bastará que algún día Fernando visite el cementerio del pueblo y pregunte por su padre. Lamento no poder estar para verlo.

No olvides lo que decía de doña Carmen, que las mentiras tienen las patas muy cortas. En algún momento esta carta llegará a manos de Fernando y la leerá, y sabrá toda la verdad. Será el comienzo de tu fin.  Seguramente yo estaré muerta. Hasta esa suerte vas a tener. Pero te voy a estar vigilando desde arriba. Para que pagues, y lo vas a pagar con creces. Leí una vez en un libro que en la vida nada es gratis y que todo lo que se recibe del destino tiene escrito un precio secreto. Sólo hay que esperar a que pase el cobrador. Y te está golpeando la puerta. Reconozco que siempre fuiste muy astuta y también la más vil, sucia e hipócrita de las dos. Pero se acabó.

Sin más y a la espera de que ésta revulsiva tortura que me carcome las entrañas se termine pronto, aprovecho para pedirte un último favor; saluda a mi hijo de parte de su verdadera madre.

Tu hermana que te odia.

Blanca.
(Fragmento de la obra de teatro Carta de Lumbier, libro; La Silla Vacía, editado por Lulu, año 2008)

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