En aquella
autovía en las afueras de la ciudad nos cruzamos por primera vez; yo volvía de
mis vacaciones en las islas, luego de haber terminado la facultad, y me
sorprendió encontrarte ahí, es más, te vi de reojo por el espejo retrovisor a
la vera del camino, parecías desamparada y triste; en cambio yo me sentía
entero, intocable, recubierto y protegido por ese manto de seguridad que brinda el estado de bienestar y la armonía
consigo mismo y el entorno, halo que me cubrió desde que nací y que nos
caracterizó por años. Yo, uno más, de
tantos, del mundo cotidiano, con mi trabajo, mi piso, mi coche nuevo, mis
deudas, recorriendo bares y de reunión en reunión y vos, un rumor lejano, una
completa desconocida alejada del éxito urbano; pero esa nochevieja te vi
nuevamente, ahí, en la plaza, entre la multitud y los fuegos de artificio, fue
un instante tal vez, te vi y me miraste, mi novia dijo que me señalaste con el
dedo y yo me reí.
Pasaron los años, pocos, no sé… y otra vez, me esperaste a la salida de aquel teatro, yo iba del brazo de mi flamante esposa y nos seguiste hasta que entramos en el edificio de departamentos. De eso me acuerdo, cerré las ventanas y puse los pasadores en las puertas, esa noche seguiste de largo. ¡Que ilusión! Pensé que te habías ido para siempre. Pero reapareciste después de doce meses, aquel día que salíamos del centro de salud con mi esposa y mi hija, no quitaste tu mirada penetrante de mi cara, te presentí a cada paso, si hasta esperaba que me tocaras el hombro, dudamos si caminar o tomar el autobús, y casi sin darme cuenta te perdí en las sombras del nuevo barrio en las afueras, donde nos habíamos mudado hacía poco tiempo.
Pasaron los años, pocos, no sé… y otra vez, me esperaste a la salida de aquel teatro, yo iba del brazo de mi flamante esposa y nos seguiste hasta que entramos en el edificio de departamentos. De eso me acuerdo, cerré las ventanas y puse los pasadores en las puertas, esa noche seguiste de largo. ¡Que ilusión! Pensé que te habías ido para siempre. Pero reapareciste después de doce meses, aquel día que salíamos del centro de salud con mi esposa y mi hija, no quitaste tu mirada penetrante de mi cara, te presentí a cada paso, si hasta esperaba que me tocaras el hombro, dudamos si caminar o tomar el autobús, y casi sin darme cuenta te perdí en las sombras del nuevo barrio en las afueras, donde nos habíamos mudado hacía poco tiempo.
Y ahora estás
aquí, de nuevo, con más fuerza que nunca, esperándome; intuí tu presencia
cuando me despidieron y ahí estabas, en la puerta de la fábrica, me acompañaste
a casa en la bicicleta y te sonreíste cuando nosotros los tres, más el bebe
recién nacido, lloramos junto a las cartas con facturas, intimaciones y cuentas
por pagar que estaban arriba de la mesa. La niña cogió a su hermanito en brazos
y lo llevó a su cama, en el único dormitorio de la casa. Mi esposa apagó la
hornalla donde se recalentaba la humeante sopa y resignada te hizo un lugar en
la mesa. Te sentaste y te ubicaste en la cabecera, tal vez porque siempre lo
quisiste, tal vez porque no hubo otra opción. Pero que quede claro, yo nunca te
llamé.
Cuando en mitad
de la noche, en ese frío dormitorio, me desperté gritando con el corazón
desbocado; “yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa…” y te vi en medio de
esas paredes sin revocar, no lo podía creer, no sabía si eras una pesadilla o
qué, pero ahí estabas…, quizás el subconsciente que se liberó después de tanto
negarlo, quizás los deseos de que sólo fueras un mal sueño… No. ¿Cuántos NO
hubo en mi vida?, los suficientes para ocultar la realidad, pero ya no la puedo
seguir negando, será por eso que hoy vives con nosotros… pobreza.