Ayer, llegué a la estación y por dos minutos perdí mi tren,
así que me tocó esperar una hora. Una hora que de repente me pareció un mundo
entero. Da rabia eso de llegar y ver partir el tren que se supone tenías que
tomar, pero si llegás y sucede eso, supongo que es porque ese tren no te tocaba
en suerte y el azar a veces hace que las cosas sean así.
Lo que saqué en claro
en esa hora fue:
Que me es imposible concentrarme en leer un libro porque
prefiero observar todo lo que sucede a mi alrededor; están los que llegan, los
que los esperan, los que se abrazan en un encuentro feliz, los que se abrazan y
lloran, los que se van y están tristes y los otros que están alegres, los que no
saben porque se van o porque llegan, los
que tienen ganas de ir al baño y se encuentran con que el baño está cerrado con
llave porque lo están limpiando, los que se sientan en el bar a leer el diario
y a tomar un café, o una cerveza, los que hablan por móvil, los pocos que
hablan por teléfono público, los niños que corren, los padres que gritan, los
que vienen cargados de valijas, los que sólo traen una mochila, los que
reclaman al vigilante de seguridad un poco más de orden, los que exigen sus derechos,
los que prefieren callar y los que simplemente como yo, sólo miran como la
estación de tren tiene vida propia en esos largos minutos de espera hasta que
salga el próximo tren.
Y lo más importante, la lección personal del día que fue el
motivo por el que mi tren se fue sin mí, para que sacara esta conclusión, es
que vivo acelerado y tengo que aprender a pisar el freno. En ello estoy.