Era él, sí, el mismo de la
fotografía. Alto, grande, de prominente nariz y pelo negro. Sin decir una
palabra se acercó, me agarró con fuerza y me quitó la ropa. Derramó sobre mi
torso desnudo un aceite tibio, pesado y viscoso con aroma a lavanda.
Sus dedos, manejados con sabía
maestría y destreza, como si estuvieran moldeando
una escultura de porcelana fría, estiraron
mi nívea y transparente piel, flexionaron delicadamente mis articulaciones y
penetraron en lo más profundo de mí ser, produciendo un deleite y un goce constante
en cada partícula de mí anatomía.
Sus manos, callosas y ásperas, me
masajearon desde los pies y hasta la cabeza, pasando por cuanta cavidad o
protuberancia encontraron a su paso. No puse ninguna resistencia
sólo me dejé llevar por ese
torrente de energía pegajosa que subía y bajaba por todo mi cuerpo. Respiré
hondo y me relajé, sentí como que expiraba el alma por la boca.
¡Qué inigualable y extraordinaria
experiencia! Sin dudas aquel hombre era muy especial. Realizó los últimos
movimientos con tanto cuidado que pude palpar mi propia fragilidad. Cuando
terminó, me tapó con una ligera sábana de hilo egipcio, atenuó la luz de la
dicroica y se fue. El folleto informativo decía la verdad; “Servicio Premium”.
Distendida y con la mente en
blanco, me encontraba muy bien, levitaba entre nubes de algodón en aquel
recinto deliciosamente oscuro, silencioso, algo húmedo y con un fuerte aroma a
lavanda, pero saludable y acogedor.
Me desperté cuando alguien abrió
la puerta, era él nuevamente. Retiró la sábana y me agarró otra vez entre sus
voluminosas manos, noté que la maniobra era compleja y percibí sus músculos palpitantes
y tensos. Me vistió, me incorporó y me alzó en sus brazos. Con un solo
movimiento acomodó mi cabeza sobre su nervudo bíceps, levantó un poco más mis
piernas, colocó su palma debajo de mis nalgas y me llevó, no muy lejos, a otro
cuarto, más amplio, más aireado y concurrido.
Las vueltas que da la vida;
mientras me llevaba en andas por los pasillos no pude evitar reírme, la escena
me hizo acordar a mi accidentada noche de bodas. Él no se dio cuenta.
Me acomodó en una camilla
acolchada, confortable y cubierta de pétalos de rosas. Tuve la sensación de que
flotaba en un jardín. El aroma a lavanda se hizo más intenso, pero el perfume
de las rosas lo balanceaba. Sentí presencias a mí alrededor, no estaba sola en
esa habitación, había otras como yo. Aquello no me gustó. No sé porque cuando
contrate el servicio creí que sería la única. ¡Qué ilusa, si vienen todas! Están
calladitas, pero están y seguramente él les hizo lo mismo que a mí.
Inmediatamente deseché esa idea y
pensé en esas gruesas manos, ¡cuánto gusto, cuánto regocijo! y visualizando
esos dedos de titiritero, que están todo el día moviendo hilos, me quedé dormida.
Cuando desperté estaba en otro cuarto. Las voces masculinas me desorientaron.
Esta vez eran ellos los que hablaban entre sí y en voz alta. Llegué a pensar
que el fibroso masajista se había equivocado y me había llevado a otro lugar
sin darse cuenta, claro, con tanto trabajo se confundió, a cualquiera le puede
pasar. Pero no. Luego de unos minutos me di cuenta de que era el último paso
del tratamiento. “La sala azul es mixta”, decía el folleto. Así que dejé mi
enojo de lado y me dispuse a escuchar. Todos hablaban de lo mismo, enumeraban
las características y cualidades que debían tener ellas para estar a su lado.
Tampoco exigían mucho, sabían perfectamente que la elección que les tocaba en
suerte era inapelable y para toda la vida, pero bueno, soñaban y eso no les
costaba nada.
Los miré de reojo, uno por uno,
todos eran bien parecidos, robustos y magníficos. Ellos se dieron cuenta de mi
presencia y bajaron el tono de voz. Tengo que admitir que la situación me
provocó un calor sofocante que recorrió mis entrañas con la velocidad de un
rayo, y estuvo acompañada por esa maravillosa sensación adolescente de
mariposas aleteando en el estómago. “¿Estará el mío entre ellos?”.
Hubo uno que continuó hablando
como si nada pasara: “Yo no pido mucho. Me gustaría que sea sensual, de labios
gruesos, pechos pequeños y piernas largas. Que tenga buen corazón y que sienta
en su interior que los dos somos uno, aunque seríamos dos, independientes, pero
complementarios, viviríamos siempre juntos una dentro del otro. No sé si me
explico. Creo que si encontrara alguien
así, estaría muy bien. Con eso me conformo”.
El comentario me causó mucha
gracia. “Esa soy yo” pensé. Y mientras hacía un esfuerzo para oír lo que decían
los otros, el fibroso masajista ingresó a la sala, encendió las luces y sin
perder tiempo me los trajo a todos, uno por uno los fue colocando a mis pies.
Por su actitud deduje que quería
acabar pronto y marcharse. Yo estaba excitadísima y esta vez, él se dio cuenta;
me miró, me levantó y me probó boca arriba; en uno estaba incómoda, el otro era
corto, el otro era muy estrecho y me apretaba los codos. Hasta que me introdujo
en ese cajón que había hablado y ¡Sí! Fue una sensación indescriptible. Nada
más entrar sentí que se ajustaba a mí a la perfección y que ansiaba quedarme
ahí para siempre. Entonces comprendí que era la muerta más feliz del mundo.
O.M.