Empecé a fumar cuando tenía 16 años y cursaba en 4to. año de industrial, en la Enet. Nro. 1 Nicolás Avellaneda de Santa Fe. Compraba en el kiosko los cigarrillos sueltos y los fumaba antes de entrar a clase. Recuerdo que fumaba unas pitadas mientras esperaba la línea 6 de colectivos, en la esquina de casa, muy temprano en la mañana, después lo apagaba y me lo guardaba en ¡el bolsillo del guardapolvo azul petróleo! y cuando me bajaba, encendía nuevamente lo que quedaba y seguía fumando, mientras caminaba hasta llegar al colegio.
Y desde ahí continué sin parar; en la calle, en el recreo, en los baños del colegio, cuando salía, que iba a tomar algo o a bailar, a escondidas, en el patio de mi casa; compraba chicles y caramelos para ocultar el aliento a cigarrillo, hasta que se blanqueó luego de un tiempo. Recuerdo que diariamente fumaba delante de mi madre, (a pesar de su negativa a que lo hiciera) pero no de mi padre, un par de años después fumé delante de los dos.
Comencé con Marlboro y a los dos a tres años cambié a Chesterfield y seguí fumando, nunca más de un atado por día, no tengo registros de haber fumado un atado diario.
En el edificio donde trabajaba en Buenos Aires, estaba prohibido fumar en los 14 pisos, menos en los baños, así que nos íbamos a fumar al baño en grupos de a tres o cuatro, me acuerdo y me da un poco de asco, salíamos del baño con un olor a humo, hasta la corbata quedaba impregnada.
Durante los años de oficina, traté de fumar menos, cambié algunos hábitos y algunos menos fume; me transformé en un fumador social, (como se decía en ese momento) por ejemplo, no lo hacía cuando me bajaba del subte y solo encendía un pucho a media mañana, y otro al mediodía y así logre bajar la cantidad a 10 o 12 fasos por día, a veces algunos más otras menos, pero ese era el promedio, pero nunca el atado entero.
Y así hasta los 34 años.
Ese verano, hace 8 años atrás, me acuerdo que estábamos de vacaciones en las espectaculares playas de La Paloma, Uruguay y yo estaba tirado sobre la arena con un cigarrillo entre los dedos, lo miré y me pregunté; ¿qué estoy haciendo con esto? Y ahí nomás, me prometí a mi mismo que terminaría los atados de Chesterfield que tenía encima y que no fumaría más. Me quedaban dos atados y el último lo fumé el domingo, cuando llegamos a Buenos Aires. Esa noche después de comer, fumé el último Chesterfield y no prendí un solo cigarrillo más.
Estuve fumando durante 18 años…
Las dos primeras semanas fueron bravas, comía toneladas de caramelos y chicles durante el día, tomaba litros de agua, terminaba de comer, me levantaba y me iba, no hacía sobremesa y evitaba los lugares con gente fumando. Y pasó, en un momento llegué a soñar que fumaba y aún hoy, algunas veces todavía sueño que me fumo un cigarrillito y siento el aroma y todo.
Es curioso, tengo épocas en que me gustaría nuevamente prender un cigarrillo, sobre todo cuando estoy escribiendo y tomando mates o un café. Me siento tentado de ir y comprar un atado y prenderme uno. Pero no, queda en eso, sólo ganas.
Hoy no me banco los lugares cerrados con mucha gente fumando o con mucho humo en el ambiente y tampoco aguanto el olor a cigarrillo en la ropa. Hay veces que salís de un restaurant y te olés la ropa y decís “uff!, qué olor a faso!”. No me molesta que fumen al lado mío, pero que tiren el humo para otro lado.
¿Que si volvería a fumar? No sé, creo que no. Si no volví a fumar hasta ahora, no creo que lo haga.
¿Por qué lo dejé? Porque era consciente que en algún momento tenía que dejarlo y que mejor que ahí, en esa playa, lejos de las preocupaciones y el estrés cotidiano para tomar la decisión y con fuerza de voluntad decir ¡no fumo más!